Al terminar el partido los seguidores debían volver a los transportes, dos micros esperaban. Una para el regreso directo a Rancagua y otra para quienes deseaban ir a celebrar a la costa. A la una de la madrugada el bus de la empresa Trans O´Higgins cayó aproximadamente 150 metros por un precipicio. Fallecieron 16 hinchas y 21 quedaron heridos.
Por: Fabián Hernández y Jeremías Fuentes
El 8 de febrero de 2013, el club chileno de fútbol, O’Higgins, de la ciudad de Rancagua, ubicada a poco más de una hora al sur de Santiago, enfrentó al local Huachipato, el campeón vigente, en un partido correspondiente a la tercera fecha del Torneo de Transición.
Desde el primer minuto, el aire estaba cargado de emoción. La cancha del CAP, en Talcahuano, a unos 500 kilómetros al sur de la capital, se convertía en la única realidad para los jugadores y la intensidad del juego era palpable. Los celestes, siempre valientes, salieron a comerse el partido. El club del acero, como un gigante, respondía con la misma fuerza en su condición de dueño de casa.
A los 25 minutos del encuentro, el jugador Gonzalo Barriga, anotó el primer tanto del partido, desatando la alegría y la locura de los hinchas rancagüinos presentes en el recinto deportivo.
Comenzando el segundo tiempo, un penal cobrado a los acereros, ejecutado por su jugador, Braian Rodríguez, fue contenido por el portero y capitán, Luis Marín, que ahogó el grito de gol del uruguayo.
A los 61 minutos, Juan Rodrigo Rojas Ovelar liquidó el encuentro con un segundo gol, provocando la algarabía en los hinchas celestes que habían viajado casi 5 horas para ser testigos del 2-0 y con un legítimo anhelo de ganar el primer campeonato nacional. Ese día se le ganó al campeón vigente, la cosa pintaba bien.
Marín mencionó que ese partido fue especial no solo por la victoria, sino por el ambiente único que se vivió. “El clima era de felicidad, de unión entre hinchas y el club. Jugamos contra el campeón y estábamos creciendo como equipo. Fue un partido distinto, en el que cada uno hizo un gran esfuerzo”, reflexiona el arquero.
La alegría y el éxtasis de jugadores e hinchas se fusionaron en un solo cántico cuando finalizó el encuentro.
En el documental El último viaje, Sebastián Osorio, uno de los hinchas presentes en el estadio, relató que vivieron ese triunfo con mucha euforia y felicidad.
Al terminar el partido los hinchas debían volver a los transportes, dos micros esperaban. Una para el regreso directo a Rancagua y otra para quienes deseaban ir a celebrar a la costa.
Sin embargo, la alegría de ese triunfo se vería empañada por la tragedia que seguiría esa misma noche.
El bus de la empresa Trans O’Higgins con los aficionados que se dirigían a la playa de Dichato a festejar la victoria, cerca de la 1 de la madrugada, cayó aproximadamente 150 metros por un precipicio. Fallecieron 16 hinchas y 21 quedaron heridos.
Capítulo 1: A la siga del Capo
El viaje a Talcahuano estaba en la mente de todos, un plan que había comenzado a gestarse desde el jueves anterior, cuando la feria local se convirtió en el escenario ideal para reunir fondos.
Con entusiasmo, los hinchas del capo se lanzaron a vender números de rifa, fue un éxito. La emoción crecía a medida que se acercaba el día del partido entre O’Higgins y Huachipato, y con él, la promesa de un asado antes de partir a Talcahuano.
El grupo de viajeros debía reunirse en el parque comunal de Rancagua para encontrarse con la micro de la línea Isabel Riquelme que los llevaría a Concepción. Alrededor de treinta fanáticos ya estaban listos para partir. Entre risas y cánticos, la atmósfera era de felicidad pura.
Sin embargo, ese día viernes 8 de febrero de 2013, el ambiente festivo se vio empañado por un imprevisto: uno de los integrantes del grupo llegó tarde, lo que obligó a postergar el esperado asado. A pesar de la decepción, la jornada continuó con un aire de expectativa. La idea principal era asistir al partido y vivir un día lleno de alegría y camaradería.
Trinidad Muñoz, madre de Joaquín Ávila, compartió cómo su hijo se había preparado para el viaje: “se despidió de mí esa mañana; nunca se levantaba temprano, pero ese día ya andaba en pie a las 7”. Esa despedida fue breve pero cargada de significado.
Con cervezas heladas y los gritos de “O’Hi-O’Hi”, el grupo comenzó a calentar motores para lo que prometía ser una jornada inolvidable. La atmósfera era buena, había risas y cánticos mientras el grupo se subía a la micro. Al final era una familia que tenían el mismo sentir; apoyar al capo.
Para inmortalizar el momento, tomaron fotos. Byron Castillo, uno de los sobrevivientes del accidente, comentó en el documental que “pocas veces se sacan fotos antes de los viajes y ese día la polola del rengo, la Coni, sacó esa. Es raro antes de un viaje, pero se dieron las cosas y ahí quedó”.

Rumbo al sur de Chile
Tras un par de horas subieron a la micro y el grupo emprendió el viaje rumbo a la región del Biobío. El destino era Talcahuano y el trayecto transcurría pese al retraso de aquel hincha. Todo marchaba según lo planeado, con la calma de una madrugada que aún guardaba sus secretos.
La llegada al estadio estuvo llena de adrenalina y un ambiente electrizante.
Antes del partido, hubo un enfrentamiento con la barra rival, con golpes, piedrazos y varios detenidos alrededor del estadio, algo que ya había sucedido entre estas hinchadas. Afortunadamente, el altercado no continuó y los barristas lograron enfocarse en lo importante: el partido.
Una vez dentro del estadio, los cánticos resonaban con fuerza: “yo te sigo a donde vayas, la celeste”, “soy celeste, es un sentimiento y no puedo parar”. O’Higgins se sentía como local. La euforia crecía con cada gol, en una conexión mágica entre equipo e hinchada.
Luis Marín recuerda que esa euforia formó parte de una de las metas que se propuso al asumir el rol de capitán: lograr una integración entre la barra, la ciudad y el equipo. “Desde el principio, una de mis principales tareas como capitán fue lograr que la gente volviera a contagiarse, a identificarse con el club. Quería que sintieran esa conexión y con el tiempo creo que lo logramos”.
Un destino escrito
Al finalizar el encuentro, los hinchas, llenos de alegría, debían regresar a sus transportes. Disponían de dos micros: una destinada a quienes querían regresar directamente a Rancagua y otra para aquellos que preferían continuar la celebración con un asado y una visita a la playa. Mientras algunos se bajaban y otros subían del transporte, la llegada de carabineros hizo que los hinchas que seguían abajo se vieran obligados a abordar la máquina más cercana.
El grupo de celestes, que se disponía a celebrar la victoria, se acomodó en el pequeño bus que los llevaría hacia la costa. Todos iban felices, habían ganado, sin embargo, esa alegría dio paso a una tragedia inesperada.
A las 1:04 am, en la cuesta de Caracoles, a la altura de Tomé, el transporte que llevaba a parte de la hinchada se precipitó por un barranco de aproximadamente 150 metros. El caos que siguió fue indescriptible: muchos despertaron aturdidos, rodeados de escombros, fierros y gritos.
En el film El último viaje, Nicolás González, sobreviviente que iba en la micro, evoca, con voz entrecortada, el momento: “Despertamos todos abajo”, dijo, mientras su mente intentaba, aún aturdida, dar sentido a lo que había ocurrido.
Las risas y cánticos fueron reemplazados por llantos y angustia.
La voz del capitán

Era una noche tranquila, cargada de los ecos del esfuerzo reciente. El primer equipo celeste se había retirado a sus habitaciones, apretando en su pecho el alivio del triunfo. Habían terminado la cena, se preparaban para el descanso, conscientes de que al día siguiente un largo viaje a Rancagua les aguardaba. La idea de no viajar a esas horas tan oscuras los había dejado tranquilos; la previsión de no salir de noche era, más que lógica, necesaria.
Marín aún guarda en su memoria el peso de esos momentos. “Se me pone la piel de gallina cada vez que hablo de esto”, comenta, mientras la tensión del recuerdo parece llenar cada palabra, como si la tragedia de esa noche estuviera aún vigente en su voz.
No es para menos: lo que ocurrió después, esa llamada a deshoras que gritaba “¡capitán, capitán!”, marcaría un antes y un después en su vida y en la de su equipo.
La noticia llegó en forma de un teléfono que no paraba de sonar. Un miembro de la barra, uno de esos chicos que siguen a su equipo en cada rincón, le alertó sobre el accidente de una de las micros que viajaban en caravana desde el estadio.
El llamado llegó como un disparo en la noche: un accidente en el camino, un giro fatal que se llevó las ilusiones de un regreso tranquilo. “Nos empezamos a comunicar entre todos, rápidamente, para saber qué había pasado, para confirmar la noticia. Y así fue: había sido un accidente en la curva”, relata Luis.
El capitán de ese equipo, quien había guiado a sus compañeros con serenidad durante los 90 minutos de partido, ahora se sentía impotente. La preocupación lo envolvía mientras intentaba conectar los fragmentos de una tragedia que nadie había anticipado, un accidente que arrastraba consigo la euforia de la victoria y la promesa de un regreso. Sin embargo, para esos fanáticos fieles que habían decidido seguir al equipo hasta el final, esa noche se convirtió en la última y el eco del dolor permanece por siempre en la memoria colectiva.
“Pega fuerte (en el plantel) porque al principio es una incertidumbre muy grande- comenta Luis Marín – después, al día siguiente, nosotros decidimos irnos al hospital de Higueras de Talcahuano a visitar a gran parte de los que estaban ahí o accidentados o ya habíamos tenido noticias de que algunos de los hinchas habían fallecido, es tremendo”.
El portero recuerda este episodio como una de las tragedias más grandes en el fútbol chileno: “para mí es la situación que más me marcó como jugador”, comenta mirando el suelo, pero con una voz que transmite tranquilidad.
El capitán dice que, a veces, los títulos marcan más que otras situaciones. Pero para él, la relación con O’Higgins y su gente, este accidente marcó un antes y un después en su relación con el club y sus hinchas, con todo lo que significa para él.
Al rescate
Los primeros en llegar al desastre fueron bomberos y paramédicos, quienes, aunque entrenados para situaciones extremas, no pudieron evitar el impacto de lo que encontraron. El aire estaba cargado de polvo, humo y gritos de auxilio que se mezclaban con el crujir de las estructuras redobladas.
Lo que vieron fue un cerro devastado, cubierto de escombros y sombras, donde yacía una micro destruida. “Fue terrible”, recordó un bombero, aún afectado por el horror vivido.
La magnitud de la tragedia quedó clara con las primeras cifras: 16 muertos y 21 heridos, muchos en estado crítico. Los heridos, con graves lesiones, fueron evacuados rápidamente mientras los equipos de rescate luchaban contra el tiempo. Algunos los trasladaron al Hospital Higueras, otros a la Clínica del Sur y al Hospital Regional de Concepción, recibiendo atención en medio del caos. Las sirenas y los gritos de las víctimas se mezclaban en un dolor compartido en Tomé.
Médicos y paramédicos sabían que cada minuto contaba, pero no solo luchaban contra las heridas físicas, sino también contra el shock de los sobrevivientes, que necesitaban apoyo psicológico.
El tiempo parecía detenerse y la angustia de los familiares aumentaba la presión, quienes buscaban contactarse a través de llamadas telefónicas que cruzaban Rancagua y Talcahuano, para obtener mayor información de lo que estaba sucediendo.
El ex alcalde de Rancagua, Eduardo Soto, tiene claros los recuerdos de esos momentos, rememora que todo “fue muy dramático” al momento de saber la identidad de las personas que habían fallecido y de quienes estaban heridos.
“Cuando mayor dramatismo hubo fue cuando se encontraron en el hospital de Concepción en una sala especial donde estaban los familiares de los muchachos en el accidente y las autoridades de salud de la zona”, recuerda Soto.
El ex edil rememora que en ese mismo lugar se comunica a los padres que debían concurrir al servicio médico legal, quienes fueron acompañados por las autoridades, siendo un momento de un doloroso dramatismo.
Susana llamó a Trini, madre de Sebastián Ávila, para pedirle que fuera a la comisaría. Ella se quedó en casa, con su hijo de apenas tres años, que dormía sin saber qué sucedía. “Empezaron a pasar las horas… mi hijo me miró y me dijo, ‘mamá, mamá, el tío Sergio se murió’. Yo lo miré fijamente, como si esas palabras pudieran desbaratar todo lo que aún quedaba en pie dentro de mi madre.
Capítulo 2: “Que no se te olvide nunca que te amo”
Sergio Ríos, conocido por todos como el “Salsa”, tenía 28 años y era un ferviente hincha de su equipo. Su pasión por el fútbol no solo lo definía como seguidor, sino que lo convertía en un referente para los jóvenes de su población, a quienes reunía para ir al estadio, para vivir juntos la emoción de cada partido. Sin embargo, su vida se vio trágicamente truncada en el accidente ocurrido en Tomé, donde perdió la vida, dejando un vacío irreparable en quienes lo conocían.
El día del suceso, Sergio había estado en contacto con su hermana, Susana Ríos, con quien compartió una conversación cargada de la calidez y cercanía que caracterizaban su relación. “El día del partido, cuando terminó, me llamó y me dijo “hermana, ganamos” y yo le respondí en tono de broma ¿acaso jugaste tú? Y él, con su tono característico, me contestó “no, pero ganamos igual, para qué eres así”, recuerda.
Después de esa pequeña broma, la conversación siguió su curso. El “Salsa” le preguntó qué iba a cocinar al día siguiente y Susana, con la sencillez de siempre, le respondió que estofado. “Qué bueno, porque vamos a llegar cagados de hambre, hermana”. Y le respondió que sí, que todo estaría listo para cuando llegara, rememora Susana, quien aún guarda en su memoria la calidez de esos momentos.
La charla continuó y en su despedida, Sergio le dijo que iba a ir a la playa con los amigos. “Le dije que se cuidara, y cuando ya estábamos por cortar, me dijo: ‘oye hermana’, y yo le respondí, ‘¿qué wea querí?’. Y él, con esa voz tranquila pero llena de amor, me dijo: ‘Que no se te olvide nunca que te amo’”. Esas fueron las últimas palabras que compartieron, un adiós que, hoy, se convierte en uno de sus recuerdos más preciados.
El recuerdo del “Salsa” sigue vivo en las palabras de quienes lo amaron, de quienes, como su hermana Susana, lo siguen llevando en el corazón, aun cuando la tristeza se desborda. Ella lo recuerda con un dolor tan profundo que sus palabras, aunque firmes, vacilan al relatar ese momento en que la vida de su hermano Sergio, el “Salsa”, se apagó en un accidente que cambiaría para siempre la historia de su familia.
El tiempo dejó de existir
“El día que me despedí de él, estaba pintando”, cuenta Susana, con la voz quebrada pero decidida. “Hablamos por última vez y aunque nos despedimos, algo me costó en esa despedida. Algo me decía que algo no estaba bien”. El aire en la habitación era denso, como si la vida ya estuviera escurriéndose hacia un futuro incierto.
La angustia de Susana se materializó cuando, después de media hora de esa despedida tan corriente, escuchó los golpes frenéticos de su madre contra la puerta.
“Mi mamá golpeaba con fuerza. Yo le pregunté qué pasaba y ella me dijo ‘Susi, un accidente’”, recuerda. La puerta de su casa se había quedado trancada. Susana intentó abrirla con desesperación, pero no hubo caso, estaba cerrada sin llave. “Fue como si el destino ya hubiera comenzado a cerrar todas las puertas, pero no quería aceptarlo”.
En ese instante, el tiempo dejó de existir. Susana encendió la televisión, buscando respuestas. El canal CNN transmitía la noticia de un accidente ocurrido entre hinchas, un accidente que no dejaba claro quiénes estaban involucrados. “Ahí está el Pipe y ahí está el Nico… ¡¿y el Sergio, dónde está?!”, gritaba entre la angustia, sin poder creer que el nombre de su hermano no apareciera entre los mencionados. La búsqueda en la pantalla era desesperada, como un eco de su propia esperanza quebrándose.
En un intento por encontrar algo de certeza, Susana llamó a Trini, madre de Sebastián Ávila, para pedirle que fuera a la comisaría. Ella se quedó en casa, con su hijo de apenas tres años, que dormía sin saber qué sucedía. El tiempo pasó con la misma lentitud que los segundos en una noche interminable. “Empezaron a pasar las horas y yo miraba a mi hijo, a su rostro inocente, que no entendía lo que estaba ocurriendo”. Fue entonces, en medio de su propio miedo, que la cruda realidad se hizo presente en la forma más inesperada.
“Mi hijo me miró y me dijo, ‘mamá, mamá, el tío Sergio se murió’. Yo lo miré fijamente, como si esas palabras pudieran desbaratar todo lo que aún quedaba en pie dentro de mi madre.
‘Acuéstate, mierda’, le dije, sin saber cómo procesar un dolor tan grande. “No podía, no quería, aceptar lo que mi hijo, con su pureza, ya sabía. ¿Cómo decirle a un niño que las palabras se habían terminado y que lo peor ya estaba aquí?”
El dolor de Susana es el dolor de muchos. El de los que perdieron a un hermano, a un amigo, a un hijo. Un dolor que nunca cesa, que se queda atrapado a puertas cerradas, en las pantallas de televisión que emiten más noticias de tragedias que de esperanzas, y en las voces que resuenan en la memoria de quienes se quedan. Porque el recuerdo del “Salsa”, como un susurro, sigue vivo, en cada rincón donde se hable de él.
El Seba Ávila
Había algo en su forma de ser que atraía, algo que lo hacía especial, como si cada uno de sus pasos estuviera marcado por una pasión inmensa que no sabía de límites. Joaquín Sebastián Ávila Muñoz, o simplemente “Seba”, tenía 16 años cuando dejó este mundo con la camiseta celeste de O’Higgins en el corazón y el alma puesta en la barra.
Un joven de esos que se hacen notar no solo por su fervor, sino por la forma en que vivían cada momento, cada aventura, como si fueran los últimos.
El Seba se juntaba más con Felipe Ríos que con Sergio, porque el Salsa era más grande, pero se las daban de costureros. Se sentaban todos en la cama y apitillaban los pantalones ‘a pura mano’.
“Ellos dos salieron de octavo y su regalo fueron los pasajes a Calama”, recuerda Trinidad, su madre, como si fuera ayer. Fueron Felipe y Seba los que decidieron embarcarse en la aventura y lo hicieron con la misma seguridad con la que un hincha se enfrenta a la barra rival. El viaje al norte, hacia Calama, iba a ser el primer gran viaje.
Y se fueron rumbo al norte grande del país. Felipe convenció a Seba y él le decía a Trinidad “ya po’ mamá”. Ella le decía no porque es muy lejos y Anita María, la mamá de Susi, le decía “dele permiso, juntemos plata y los mandamos”. Su madre cuenta que fue el viaje más caro de sus vidas y aunque no lo dice con tristeza, se percibe la nostalgia.
Lo curioso fue que el más grande, Sergio, el “Salsa”, no pudo acompañarlos. El trabajo se lo impidió, aunque él hubiera querido estar allí. Entonces, fueron ellos dos los que emprendieron su travesía hacia El Loa y a pesar de las advertencias de Trinidad, quien temía por lo lejano y peligroso del destino, se fueron.
“Creo que cuando fueron a sacar la entrada y tomaron presos a unos cuantos, el Seba no cayó po’”, recuerda su madre, riendo y con un toque de desazón. Después, en las imágenes de la televisión, lo vio solo, entre la multitud de la barra. “Estaba cagado de frío, con chaqueta, y después, cuando empezaron a mostrar la barra, él estaba en pelota”, rememora, con la sonrisa de quien sabe que, a pesar de todo, esos momentos eran parte de la locura y la pasión que Sebastián vivía a su manera.
A su regreso, la travesía dejó huellas. Llegaron tarde a casa y todos esperaron hasta la última hora, sentados, con la ansiedad de saber cómo había sido. Seba, con la cara llena de emoción, no tuvo dudas: aquel viaje había sido uno de los más importantes de su vida. “Fue su mejor regalo”, recuerda Trinidad. Aunque esas palabras suenan a despedida, no lo eran aún.
Sin embargo, algo curioso siempre marcó sus viajes. Como en ese otro día, cuando fue a Talcahuano, Sebastián no llevaba su cédula de identidad. Su madre lo vio rogarle por el carnet, pero ella, en su rol de mamá protectora, le hizo aguantar hasta el último instante. “Bueno, sin carnet voy igual”, le dijo Seba, con esa determinación que sólo los fanáticos tienen, la misma que lo llevaba a viajar hacia cualquier parte del país con tal de alentar a su equipo, sin importar lo que viniera después.
Hoy, Seba ya no está, pero su legado permanece intacto en las memorias de aquellos que lo conocieron. En su corta vida, dejó claro lo que significa vivir para algo más grande que uno mismo. Él vivió para O’Higgins, para su gente, para la barra.
Sebastián Ávila, el hincha incansable, el que nunca dejó de alentar, viajó hacia la eternidad con la camiseta celeste como bandera, haciendo de cada momento, cada aventura y cada viaje, una historia que se cuenta con el corazón.
Aquel 9 de febrero quedó grabado en la memoria colectiva como algo más que una simple fecha en el calendario. Es símbolo de luto y de la fragilidad de la vida para el mundo del fútbol entero.
Hoy, cada encuentro entre O’Higgins y Huachipato revive la memoria de los muchachos que partieron aquella noche, transformando el duelo en un legado de unión y respeto. Las camisetas celestes, siempre marcadas con el luto, son un símbolo permanente de que, aunque el tiempo pase, hay tragedias que el fútbol nunca olvidará.
El sueño hecho realidad
En el año en que el trágico accidente marcó un antes y un después en la vida de muchos, O’Higgins de Rancagua alcanzó un logro que, hasta ese entonces, parecía pertenecer al terreno de los sueños lejanos. En la final del Torneo Apertura 2013-2014, el club ganó su primer título en la máxima división del fútbol chileno, renovando la esperanza de una ciudad que volvió a creer en sí misma.
El escenario de esa victoria fue el Estadio Nacional, contra un grande como Universidad Católica que recibió el único gol del partido y que coronó a O’Higgins campeón.
Para Luis Marín, aunque no estuvo en el plantel campeón, aquel logro “era consecuencia de lo que se venía haciendo. No podía pasar de otra forma que O’Higgins no saliera campeón en algún momento”, era lo que tenía que pasar”, declara.
Las 16 butacas

La tragedia marcó un antes y un después. Hoy, las gradas del El Teniente cuentan historias de goles y victorias, también son un altar de memoria, un espacio donde, en homenaje a ellos, hay 16 butacas intactas en la galería Angostura.
Eduardo Soto, exalcalde de la ciudad, recuerda el momento en que la idea comenzó a tomar forma. “Como estábamos en el proceso de la reconstrucción del estadio El Teniente, le planteé tanto a las autoridades del Ministerio de Deportes como a Codelco, que destináramos una parte de la galería angostura para este recuerdo permanente. Eran 16 butacas fuesen el testimonio permanente de recuerdo a los hinchas que habían perdido la vida en ese fatal accidente”.
Además de los asientos, se construyó un memorial financiado íntegramente por el municipio. Este monumento, que se erige a un costado de la carretera del cobre, se convierte en un faro para el recuerdo, casi frente al acceso a la tribuna angostura, como si vigilara cada encuentro futbolístico con una presencia inquebrantable.
De esa forma, concluye Soto que “pudimos cumplir con la comunidad, con O’Higgins y especialmente, con las familias de quienes perdieron la vida en ese trágico, lamentable e inolvidable accidente”.
Edición: Ignacio Paz Palma.
