Según datos de la ACNUR a junio del 2021 más de 82,4 millones de personas en todo el mundo se han visto obligadas a huir de sus hogares. De ellas 26,4 millones son personas refugiadas y tristemente más de la mitad son menores de 18 años, o sea niños.
La importancia de saber de lo que estamos hablando, la responsabilidad y el deber de quienes dan cobertura a las temáticas de migración urge. No se trata de ser pro sin fronteras, se trata de ser responsables al informar para así prevenir el estigma, el racismo, la xenofobia y nacionalismos populistas.
Se trata de ver la gravedad tras la llamada de atención de la ONU a Chile por las deportaciones colectivas este 2021, pidiendo entre otras cosas que se respeten los derechos humanos, esta vez no de los propios chilenos, si no de aquellas que deben y tienen que ser tratadas como ser portadores de derechos. Además, se trata de respetar los acuerdos internacionales a los que Chile se ha comprometido.
Si bien es cierto que una persona que se marcha de su país está en una situación que cabe dentro de lo que podemos describir como migratoria, es fundamental hacer la distinción. Un refugiado es parte de aquellas personas que huyen de conflictos armados o persecución. Y es fundamental que se garantice su derecho a solicitar protección, tener un debido proceso e incluso se debe avanzar en tener legislaturas que permitan su integración en el país de acogida.
Creer que se pone orden en casa porque se endurecen las fronteras puede tener consecuencias nefastas si a la par el Estado receptor no otorga los recursos ni las herramientas jurídicas para la integración de quienes logran el estatus de refugiado, un proceso que es más que extenso por decir lo menos.
Ejemplos legislativos para el caso de los refugiados y para temas como migración e integración hay muchos, unos exitosos y otros definitivamente son un fracaso. Noruega sacó, en medio de discusiones y compromisos políticos, a comienzos del 2000 el Lov om introduksjonsordning og norskopplæring for nyankomne innvandrere, que se puede entender como Ley de introducción y formación en el idioma noruego para inmigrantes recién llegados.
Este 2021 entró en vigencia su versión renovada, con derechos y deberes el principal objetivo de esta ley se enuncia en su primer artículo. La idea es otorgar la oportunidad de que los inmigrantes recién llegados participen en la vida laboral y social, además logren su independencia económica del Estado. Por ello la ley otorga el acceso a cursos de noruego, acercamiento a la cultura del país e impulsa la inclusión social.
Se trata de ver la gravedad tras la llamada de atención de la ONU a Chile por las deportaciones colectivas este 2021, pidiendo entre otras cosas que se respeten los derechos humanos, esta vez no de los propios chilenos, si no de aquellas que deben y tienen que ser tratadas como ser portadores de derechos. Además, se trata de respetar los acuerdos internacionales a los que Chile se ha comprometido.
Asimismo, entrega recursos a las comunas que asientan refugiados y se premia a aquellas que sobresalen en sus programas de integración. La idea, lograda o no, es no contribuir a la creación de ciudadanos de segunda categoría.
Ojo, estas leyes nada tienen que ver con la cantidad de personas que entran al país y a las que se les reconoce su estatus como refugiado político. El debate por el número de cuantos refugiados el país puede acoger cada año, es lamentablemente ya que no sólo se convierte es un tema humanitario, sino que se traduce también en gran parte político y de recursos, esta es una discusión que no conoce de fronteras ni de partidos políticos.
No es mi intención comparar a Chile en estas materias con Noruega. La distancia no sólo es geográfica. Sin embargo, puede servir para buscar inspiración y asumir los desafíos en estas temáticas. Pues no me deja de sorprender que el 60% de los chilenos se muestren rehaceos a la migración, debemos saber distinguir entre políticas fronterizas y políticas de migración e integración.
El debate no sólo es jurídico, de compromisos bilaterales, de recursos o de lucha contra el tráfico de personas o el crimen organizado. También desde mi perspectiva significa cuestionarnos qué tipo de sociedad queremos construir, partiendo por el cómo entendemos el concepto de ciudadanía. Si no hay una comunidad que te reconozca y que te vea como portador de derechos ¿Entonces qué?
La condena no es sólo en algunos casos ser un apátrida, es más una condena a una existencia despojada de toda dignidad, vale decir una no existencia. O sea, un paria, quien creo, cabe dentro de lo que Zigmund Bauman, crítico de la modernidad, describió como “desechos humanos”, es decir aquellas no existencias que cuestionan el modelo civilizatorio en el que estamos inmersos.
Por Carolina Ormazabal.
Periodista y Magister en Trabajo Intercultural.