Los campamentos en Santiago son un testimonio de la desigualdad dentro de la ciudad. En el seno de casas precarias, apiladas una sobre la otra, muchas familias enfrentan duras condiciones de vida, sin tener la certeza de cómo serán las cosas el día de mañana.
Por: Martín López y Benjamín Díaz
La creación de asentamientos ilegales con condiciones inhumanas ha crecido de manera exacerbada, revelando una inacción alarmante. Los caminos de tierra se entrelazan con la basura de las esquinas, rodeados de casas que, ante la duda de cuánto resisten, están sostenidas por paredes de madera y techos de lata o lona. Esto da paso a un panorama de olvido e incertidumbre.
Lo anterior, TECHO Chile lo ilustra con cifras contundentes en el Catastro Nacional de Campamentos 2022-2023, evidenciando que, en dicho período, 113.887 familias han hecho de estos sitios su hogar. Cada nueva casa improvisada no es solo un número estadístico, sino una familia que no recibió ningún apoyo y solo ven ese camino para subsistir cada minuto.
Las causas de esta crisis habitacional son diversas, pero el alto costo de los arriendos y bajos salarios aplastan las aspiraciones de muchas familias. En Renca y Puente Alto, arrendar una vivienda cuesta entre 300 mil y 600 mil pesos, mientras que el salario promedio es de $826.535, pero el 50% de los trabajadores recibe menos de $582.559, según el INE.
Además, adquirir un inmueble se ha vuelto un desafío casi inalcanzable. Los precios, levantándose como muros, excluyen a quienes solo desean un espacio propio.
Giselle Ortiz, residente del campamento Lo Boza, indica que la gente que reside ahí, no es porque quieran. Ella tenía una casa que perdió tras la muerte de su pareja. “Él era quien tenía cotizaciones, entonces, cuento corto, nos quitaron la casa que arrendábamos, al igual que la idea de tener una casa de nosotros”, comenta.
Las comunas de La Florida (8) y Puente Alto (11) son las que más concentran campamentos dentro de la Región Metropolitana, según TECHO Chile. En dichos sectores, acceder a una vivienda es una mera ilusión. En el Portal Inmobiliario, pocas casas bajan de cien millones de pesos y muchas superan los doscientos millones. ¿Quién puede acceder a ese sueño?
El director técnico de Inclusión Integral de personas en situación de calle del Hogar de Cristo, Andrés Millar, explica que el aumento radica en el costo del suelo. “Si el suelo ya es caro, luego la vivienda que ponga ahí será aún más cara. Entonces, una casa bien localizada tiene el problema que tendrá un valor altísimo y, aquellas personas que puedan acceder a ella deben tener altos ingresos”, menciona.
Pero ¿existen facilidades para poder costear una vivienda? La respuesta no es muy optimista. Aunque los bancos ofrecen créditos hipotecarios, acceder a ellos es como buscar una aguja en un pajar. A grandes rasgos, estas “facilidades” son solo un espejismo.
La Encuesta Chile Nos Habla de la Universidad San Sebastián, reveló que, dentro de los pasillos de los bancos, 26,7% de las personas hizo alguna consulta o gestión para acceder a un crédito hipotecario en el último año. Sin embargo, pese al laberinto de papeles que son solicitados, entre dicho grupo, cerca de un 78% obtuvo un resultado negativo, recibiendo un revés en búsqueda de la casa propia.
Las veredas no existen, únicamente un camino de tierra sin árboles. Perros y gatos, escarban por la basura de los alrededores cuyo hedor combina animales muertos y excrementos. La entrada al campamento está desprovista de rejas, una cámara escondida entre los árboles da una sensación de seguridad.
La falta de políticas públicas efectivas agrava aún más la crisis habitacional que enfrentan estas familias. Mientras el crecimiento urbano se acelera, no se trabaja de forma efectiva. Sin un plan adecuado, crece la desesperanza en los campamentos y cada día se convierte en una lucha constante por la supervivencia.
Andrés Millar, enfatiza que la ausencia de estas políticas es prioridad del Estado y no de un gobierno de turno. “El compromiso (de promover y crear políticas públicas respecto a campamentos y viviendas) tiene que ser un deber de Estado, porque la devolución que se acredita y la intervención de la implementación de un proyecto, va a tomar más de 4 años, probablemente 8 o 10 años”, comenta.
Los campamentos en Santiago, casi ausentes de naturaleza en sus caminos, resalta una crisis habitacional que refleja la profunda desigualdad social. Sin políticas efectivas y con el encarecimiento de la vivienda, miles de familias continúan enfrentando condiciones indignas, guardando entre cuatro paredes sueños y anhelos por un futuro mejor.
I.- A quienes el Estado olvidó
El campamento Lo Boza se halla en una de las laderas del cerro Colorado de la comuna de Renca. Llegar a él no es fácil, solo un bus se acerca al lugar, parando justo en la entrada del Centro Comunitario. Este sitio puede verse a la lejanía, mostrando un conjunto de viviendas precarias que se entrelazan con la maleza como si hubieran brotado de la tierra, desafiando a la pendiente de la colina.
Las veredas no existen, únicamente un camino de tierra sin árboles. Perros y gatos, escarban por la basura de los alrededores cuyo hedor combina animales muertos y excrementos. La entrada al campamento está desprovista de rejas, una cámara escondida entre los árboles da una sensación de seguridad.
Dentro del campamento, recorrerlo es un desafío físico si no se está preparado. El terreno inclinado está cubierto de baldosas rotas, tablas y alfombras que pasan por estrechos caminos rodeados de maleza y flores amarillas. A medida que se sube, empieza a sentirse un calor que desgasta aún más el cuerpo, acompañado de un fuerte viento que levanta mucho polvo .
Al costado del sendero se encuentran las casas levantadas con lo que la gente ha podido encontrar. La mayoría están construidas de retazos de madera, cubiertas con hojalata y/o lonas desgastadas que son utilizadas para protegerse de la lluvia. Además, cuentan con palafitos que funcionan como soporte. El espacio de las casas es estrecho, dejando apenas aquel sitio por donde se circula.
Los cables pasan por encima de las viviendas, provenientes de postes de luz que están en la calle, convergiendo en improvisadas y peligrosas instalaciones que brindan este servicio a las casas. Esto ha provocado incendios, razón por la que empezaron a exigir que se instalen cables de buena calidad.
Frente al campamento se levanta una cancha donde van los niños a jugar. A dos cuadras hay un colegio y a 10 minutos un supermercado Alvi. Los servicios básicos no están lejos. A solo cuatro cuadras hay una comisaría y un consultorio. El transporte es lo más reciente, únicamente hace dos años pasa el Transantiago, tras que la calle pasará de tierra a asfalto.

El Bajón
En la entrada está el local de comida rápida El Bajón de los Dioses, que vende hamburguesas y completos y es el único lugar donde las personas pueden bajonear. Dicho negocio también es el lugar donde se reúnen y convergen las historias de quienes habitan Lo Boza.
Una de las personas que más lo frecuenta es Catalina Encina de 33 años, dirigente del campamento.
Ella vive hace siete años en Lo Boza junto a su madre e hijos, Zamira de 12 y Jorge de 7 años. Junto a sus papás arrendaban una casa, pero fue pedida y quedaron en la calle. Respecto a su familia, tenía un motivo de preocupación: su hijo.
– No había ningún otro lado más que llegar acá al campamento y nica’ iba a ver otro espacio, porque los arriendos estaban elevados a la cresta, entonces, na’ que hacer —menciona Catalina, recordando con emoción aquel 2017 donde se quedó sin hogar.
Al llegar a Lo Boza decidió construir una casa en compañía de su mamá. Fue esta última quien recibió una caseta que, progresivamente, pudo ir ampliando. Dos años le llevó adaptarse. Pasó por una depresión. No salía, apenas iba a comprar. Hablaba en ocasiones con su hermana y mamá, pero nadie más.
Luis Ossa, psicólogo y director de Acción Solidaria del Hogar de Cristo, dice que “son siempre situaciones de supervivencia. Es raro que encuentres a personas en campamentos que hayan dicho que quieren vivir en estos lugares y condiciones”, enfatiza.
La pandemia acercó a Catalina a las demás personas del campamento, conociendo a sus vecinos y sus realidades, entendiendo que no todas son iguales. Encontró a personas de tercera edad que viven solas o madres solteras. Pese a todas las diferencias, siempre se apoyan cuando pasa algo.
Mirando a la calle, apunta un lomo de toro:
– La otra vez aquí hubo un atropello de una niña. Ahí se cerró la calle para hacer un lomo de toro. Imagínate que nosotros tenemos un mini lomo de toro hecho artificial por los chiquillos —recuerda con una voz llena de indignación.
Al pasar tiempo dentro del campamento, Encina destaca que una de las situaciones que más afecta su calidad de vida es el clima. Las condiciones en las que deben vivir las personas en Lo Boza hacen que el invierno sea un periodo de incertidumbre, dejando en las manos del destino si sus hogares resisten a los vientos y las lluvias.
En el último invierno se vieron bastante afectados. Este periodo es crudo, menciona Catalina. A muchas personas se les llovió su casa, incluso a una vecina del sector se le cayó la casa entera en el temporal.
En verano no es diferente. El sol golpea fuerte sobre sus casas por la falta de árboles. La situación se agrava, ya que no sube el agua hasta la casa de Encina.
– Soy casi de las últimas casas. Espero que sean entre 9 a 10 de la noche para poder lavar la ropa, porque a esa hora recién sube el agua. Y en el día, lamentablemente, tengo que juntar en tarro —menciona la dirigente, observando la cumbre del cerro Colorado, mientras apunta con su dedo donde se encuentra su hogar.
Al lado de Catalina está su vecina Giselle. Ella es la dueña del local de comida rápida. Llegó hace dos años a Lo Boza junto a su hija. Antes arrendaba una casa, acompañada de su pareja que era el encargado de los gastos. No está ahí porque quiera, sino que, tras la muerte de él, no tuvo la forma de seguir pagando 400 mil pesos para una casa.
La situación económica impulsa a muchas personas a vivir en asentamientos ilegales. Matthias Casasco, jefe de Red por la Vivienda y la Ciudad de Déficit Cero, señala que, según TECHO Chile y el Ministerio de Vivienda, la principal causa es el alto costo del arriendo, sumado a la inestabilidad laboral que dificulta mantener los pagos.
Su hermano vivía hace 10 años en Lo Boza y él pidió ayuda para recibirla. Catalina fue fundamental en la llegada de Giselle al campamento, realizando gestiones para entregarle un terreno que fue cedido muy cerca de la casa de Encina en la cumbre del cerro. Los vecinos ayudaron a sacar hojas, limpiar y construir.
– Mi hermano me llevó a las chiquillas que resolvían todo tan rápido y con ganas de ayudar igual, porque alguien puede querer hacerlo, pero del dicho al hecho, ellos lo hacían —recuerda Giselle, cruzando una mirada que se materializa en una sonrisa cómplice.
Con esfuerzo levantó su pyme El Bajón de los Dioses, conocida como la casa club. Lo tiene solo hace cinco meses y lo ocupó tras que otros locatarios se fueran. Giselle se encargó de arreglarlo, ampliarlo y decorarlo para convertirlo en el lugar donde bajonean, debido a que, antes de poner su negocio, había que caminar muy lejos.

La buena onda se respira en el lugar. Vienen de todos lados a comprar, algunos bajan de lo más alto para comer un completo. De esta manera, Giselle ha logrado resolver varias deudas y cosas pendientes. Lo más importante es que ha encontrado un trabajo que permite ir a buscar a su hija al colegio.
– Aquí yo puedo cerrar e ir a buscarla y todo eso. Ha sido un apoyo —expresa Giselle con una sonrisa de tranquilidad y comodidad.
Las personas empiezan a llegar al local. Hoy es el partido de Chile y Giselle se levanta a atender, debido que, durante estos eventos, aumentan sus ventas. Rodrigo, amigo de Catalina, conecta una televisión en un improvisado enchufe, mientras las personas se acomodan. A medida que el olor a fritura toma el lugar, aumentan las risas, generando un ambiente de comunidad.
2. La lucha por la dignidad
El viento levanta las latas de zinc del improvisado techo del local de Giselle, permitiendo que entren pequeños rayos de luz y a la vez, sonorizando con los choques de la hojalata a la conversación que ahí ocurre. Dentro del negocio, Catalina se encuentra conversando sobre su situación en el campamento, compartiendo bebida y galletas de chocolate.
En medio de la charla, lentamente y en silencio se acerca un niño de aproximadamente siete años. Su cara está sucia, mientras que su pelo largo y claro recae sobre sus ojos grandes y curiosos que están fijos en las obleas. Catalina nota su presencia.
– ¿Qué quieres, mi amor? ¿Galletas? —preguntó con un tono suave.
– Sí —responde el niño, asintiendo con timidez un gesto de afirmación.
– Toma, mi amor —le dice Catalina, acercándole de forma generosa el paquete de galletas.
El niño toma una galleta, apretándola en su mano como si fuera un pequeño tesoro, mezclando en sus expresiones sorpresa y gratitud. Catalina le sonrió y él, aferrando la galleta en su mano, respondió con una sonrisa discreta antes de irse del lugar.
El eco de su pequeña sonrisa permanece en el ambiente, mientras Catalina observa cómo se va en dirección a la entrada del campamento. Seguido, posa sus ojos en el precario techo del local que apenas resguarda del frío y el calor, recordando los difíciles días de la pandemia, aquellas en lo que la necesidad se convirtió en un llamado al liderazgo.
– ¿Qué la llevó a involucrarse en la organización y liderazgo de este campamento? —preguntamos, queriendo entender el peso de su compromiso.
– La pandemia —contesta Catalina, bajando la mirada—. Empezamos con las ollas comunes y, de a poco, me involucré más. Fui vocera, luego secretaria, y ahora, presidenta. La necesidad aquí era mucha y alguien debía motivarse. Así que me dije: “Esta es la mía”.
Catalina toma un respiro profundo, permitiendo que el aire fresco del exterior inunde sus pulmones, mientras piensa en las necesidades que ha visto en el campamento desde que asumió como presidenta. La más urgente es el acceso a una vivienda propia y digna, así como acceso a luz y agua.
Apunta hacia el cerro Colorado. Allí puede observarse una gran cantidad de maleza que tiñe de verde su ladera en la que están construidas las casas, pero también algunas partes amarillas a raíz de la vegetación muerta que hay en el lugar.
– Igualmente, necesitamos cortafuegos —dice Catalina con su vista fija en el cerro—. Si tú vas para arriba, verás que el pasto es de casi dos metros de alto y ahora en verano se seca y puede provocar incendios que agarren todas las casas que, mayoritariamente, están hechas de madera.
El dificultoso anochecer
La noche cae en el campamento y es momento de subir a las casas. Antes de entrar, Catalina y Giselle junto a un grupo de amigos, tiran a dos contenedores de basura todo lo que sobra, manteniendo libre de basura el entorno del local. Dentro del campamento, la ruta se encuentra levemente iluminada, producto de postes de luminarias LED que entregan visibilidad al serpenteado camino.
Antes no era así, debido a que para poder ver por donde caminaban y evitar caídas, prendían linternas o intentaban irse a sus hogares antes de que cayera la noche. Esto cambió tras que Catalina postulara un proyecto al Servicio de Vivienda y Urbanización (Serviu) a fin de mejorar su calidad de vida y la de todos sus vecinos.
– Para lo único que nos ha ayudado el Serviu es para un proyecto que lancé —asevera Catalina, apuntando los postes de luz.
– ¿Por todo el cerro? —le preguntamos, sorprendido al ver cómo se ilumina Lo Boza.
– Por todo el cerro y todas las subidas —responde Catalina con una voz orgullosa por lo que logró.
Ese proyecto en sí era arreglar las subidas, pero como tenían que usar maquinaria y los caminos son estrechos, no se pudo.
Antes de irse a su casa, Catalina se detiene mientras ve a los autos pasar en la calle que está frente al campamento, obligados a detenerse por el rudimentario lomo de toro fabricado por la comunidad y un paso peatonal que está a punto de desaparecer. Al mirarlo, cambia por completo su actitud, pasando de la calma a la rabia, producto de esas imperceptibles rayas blancas.
– Somos un estorbo para la municipalidad, así nos ven —menciona Catalina, totalmente indignada por el abandono del municipio—. Para tener este paso de cebra, pagamos 50 mil pesos a unas personas de la municipalidad encargadas de hacerlos. Ahora que se está borrando, no tenemos cómo arreglarlo —complementa, manteniendo una mirada molesta.
Las peleas con las autoridades locales han sido arduas y, en ocasiones, desalentadoras. Las promesas vacías se convirtieron en obstáculos constantes, acompañada de ayudas insuficientes.
Estos conflictos se presentan a través de una comunicación directa entre el campamento y la municipalidad, pero como hay una mala relación, lo único que se fomenta es el odio y la molestia mutua, por lo que las respuestas que reciben la gente de Lo Boza en la mayoría de las veces son negativas e insuficientes.
– Siempre fue como: “De nuevo los del campamento, déjense de webiar” — comenta Catalina con disgusto al recordar esos momentos de impotencia al no poder contar con apoyo por parte del principal organismo público de la comuna.
El relato pone de manifiesto la desconexión entre las promesas institucionales y las realidades de los vulnerables. La rabia de Catalina al ver cómo se desmorona un paso peatonal que ella misma ayudó a crear es una metáfora de esa pelea interminable contra la indiferencia y la falta de apoyo real.
Su resistencia busca mejorar las condiciones del campamento y también recuperar la dignidad que el sistema les ha negado. Lo Boza, al igual que muchos otros lugares olvidados, sigue esperando una respuesta que los reconozca como parte legítima de la sociedad. En ese estado de vulnerabilidad, la dignidad se convierte en la bandera de quienes no han dejado de luchar, a pesar de los obstáculos.
3. ¡Ándate, guapa!
Para los habitantes del campamento Lo Boza, la idea de una casa propia es un sueño al que se aferran con firmeza, una esperanza que flota entre la precariedad de sus viviendas e incertidumbre de cada día. El camino hacia la vivienda es arduo y lleno de obstáculos para estas familias. Aunque muchos sueñan con acceder a un crédito hipotecario, la realidad les impone un muro infranqueable de burocracia y requisitos difíciles de cumplir.
El proyecto habitacional del que habla Catalina se empezó a gestar en el año 2018, después de una visita del Serviu y la municipalidad de Renca al campamento. Este contempla una serie de bloques en la calle La Punta, tres cuadras más abajo de Lo Boza. Tras conocer esta noticia, empezaron a sacar dinero para costear los gastos solicitados. El Serviu entregó una ayuda, pero no era suficiente.
Al hablar con el experto Luis Ossa, logramos entender que el sueño de la casa propia es un término latino, propuesto para la situación chilena actual de los campamentos, pero hay un error en la percepción de este concepto.
– La vivienda es un derecho, eso está claro, pero por culpa de esa idea, la gente no anda preocupada de tener algo propio con buenas condiciones, sino de conformarse con lo que sea lo más básico, lo más barato, lo más necesario — menciona Ossa.
Giselle alguna vez intentó acceder a un crédito, pero su situación económica y laboral le impidió alcanzar los requisitos necesarios.
– Bueno, antes de que falleciera mi ex marido, nosotros íbamos a postular a un crédito hipotecario con un banco y apuntabamo’ a tener un hogar estable, pero te piden un año de antelación de aviso, con cotizaciones arriba de un millón de pesos, así que claramente estabamo’ cagaos de una —señala con rabia y decepción frente al sistema.
Así como ella, la mayoría en Lo Boza se ve obligada a desistir de esta vía formal y a buscar formas alternativas para mejorar sus condiciones de vida.
A pesar de la adversidad, dentro del campamento persiste la unión y creatividad como herramientas para resistir y soñar. En las reuniones que organiza Catalina, las familias comparten sus esperanzas y se apoyan mutuamente, convencidos de que algún día podrán conseguir una casa digna. Estas asambleas se convierten en un espacio donde sus anhelos toman forma y encuentran fuerza en la comunidad.
El sueño de la vivienda propia no es solo un ideal, sino una meta que da sentido a cada esfuerzo diario o lucha contra el frío, el calor y la indiferencia de las autoridades. Catalina, Giselle y sus vecinos no pierden la esperanza. A través de cada pequeño avance, mantienen encendida la llama de un futuro en el que puedan construir un hogar digno en el que sus hijos crezcan seguros y por fin descansar del agotador camino que hasta ahora han tenido que recorrer.
Tres añitos, no más que eso
Mientras las luces LED dan vida a la noche dentro del campamento, Catalina da cuenta de un rostro cansado, manteniendo una coloración roja en su piel, debido al constante ir y venir de su hogar al local. Debajo de sus ojos color verde, las ojeras son evidencia de muchas noches en vela.
– ¿No viven con estrés? Por ejemplo, pensando en ser desalojados.
– Es que ese estrés va a llegar después, al momento que nos entreguen los departamentos. Ahí va a llegar —responde la dirigente, formando una sonrisa en su rostro que está lleno de ilusión.
El proyecto habitacional del que habla Catalina se empezó a gestar en el año 2018, después de una visita del Serviu y la municipalidad de Renca al campamento. Este contempla una serie de bloques en la calle La Punta, tres cuadras más abajo de Lo Boza. Tras conocer esta noticia, empezaron a sacar dinero para costear los gastos solicitados. El Serviu entregó una ayuda, pero no era suficiente.
La llegada de la pandemia, tal como ocurrió en gran parte de Chile y el mundo, frenó todo de forma temporal, incluyendo dicho proyecto. Dentro de ese contexto, Catalina empezó a involucrarse aún más con las personas, pidiéndoles que, por favor, pusieran su dinero, porque de lo contrario, quedarían fuera del proyecto.
– Estoy dentro del comité del campamento que hizo Katy. Yo fui una de las últimas que pudo entrar y estoy a la espera de la vivienda —comenta Giselle, emocionada por esta oportunidad—. Están en construcción. Recibieron el terreno para limpiarlo y empezar a emparejar.
– Ya estamos pronto de que nos hagan los departamentos. A tres años que los entreguen y esto se vaya no sé dónde —añade Catalina, manteniendo un tono que nubla su felicidad.
Tristemente, detrás de esta acción tan noble se concretará una decisión tomada por el municipio: luego que las personas reciban su vivienda, desalojaran por completo el campamento para erradicar por completo Lo Boza.
Esta situación le impide a Catalina disfrutar plenamente la oportunidad de cumplir su sueño de tener un hogar. En su lugar, enfrenta una constante angustia y dilemas éticos sin salida.
– Si al campamento llega una madre de cuatro hijos y dice: “¡Pucha, estoy en la calle!”, ¿en qué posición te dejan a ti? Si tú eres mamá y pasaste por lo mismo —plantea Catalina, manteniendo un tono molesto—. Sería como decirte a ti misma: “¡No podis!”, “¡Ándate, guapa!”.
Esa es la razón de lucha que tiene Encina, lograr que todas las personas que están y, posteriormente, lleguen a Lo Boza, logren obtener una vivienda digna y segura en la cual sus hijos puedan crecer de forma adecuada.
– Si te dieran la oportunidad de reunirte con funcionarios del gobierno, ¿Cuáles serían tus demandas y propuestas para mejorar la situación del campamento?
– Solución habitacional para todos. Que sean dignas de verdad, espero que le den algo bueno a la gente, no esas casas chubis. También, pedir que dejen de mirarnos en menos por ser del campamento —responde Catalina con un dejo de esperanza, mientras sus ojos brillan por la luz del sol que cae sobre Lo Boza.

