Entre el dolor y la injusticia

Entre el dolor y la injusticia

La Pintana, comuna del sur de Santiago, es una zona popular que a diario enfrenta todo tipo de vulnerabilidades. Entre las casas prácticamente no hay espacio y se ubican en pasajes estrechos que recorro buscando a Manu, madre de uno de los 81 fallecidos en el incendio de la cárcel de San Miguel en 2010.

 

Por Javier Troncoso.

 

Lo gris predomina en un ambiente que es instantáneamente frío y desolado, con veredas gastadas y calles abandonadas, como si ese sector de la comuna fuera destinada al olvido en algún lugar que pareciera ser lejano a Santiago, pero que a la vez es la representación de una ciudad con matices y diferencias sociales evidentes.

La zona se alegra levemente solo por el pasto verde oscuro de la plazoleta, que tiene en el fondo a un perro blanco esperando que le abran la reja entre un sinfín de pequeñas casas pareadas. En una de esas, al empezar un pasaje, estaba Carlos Martínez sentado entre la puerta y la reja de la casa a la que me habían citado:

-¿Aquí vive la señora Manu? pregunté.

Sin palabra alguna el caballero abre la reja y me indica que lo acompañe a la vuelta de su casa.  Lo seguí nomás.

¡Manu! – gritó mientras golpeaba una cerca metálica inventada al costado de su casa–. Aquí te van a abrir.

Una cortina azul que hace de puerta se abre y con una tierna sonrisa aparece Manuela Martínez. En un pequeño espacio se reparte la cocina, el comedor y el living, además de una escalera de madera que da a un segundo piso. El entorno da una sensación de satisfacción hogareña. Todas las cosas están juntas y hay poco para transitar, entre la puerta de entrada, la mesa para comer y el refrigerador, además del living, donde hay un sillón pequeño y dos sillas. Todo esto es ocupado por ella, sus hijos y su nieta, mientras que a lo largo del encuentro se sumaron dos personas más a la casa.

“Esta no es mi casa, estoy de allegada, hace unos 60 años. Nunca he tenido una casa”, me diría luego Manuela Martínez.

 

En ese mismo espacio habitó Julián Valdebenito antes de caer preso, el hijo de Manuela que falleció en el incendio de la cárcel de San Miguel en 2010, tras estar desde el 2004 privado de libertad, formando parte de los 81 decesos en la madrugada del 8 de diciembre.

La señora Martínez, entre mirando hacia abajo, dice que su hijo cometió un error por la rabia de siempre vivir de allegados y que lo pagó caro. Sin embargo, solo su madre y su familia pudieron entender el riesgo y la frustración; solo quienes transitan habitualmente por esas calles en mal estado y viven en permanente sentido de abandono pudieron ver a Julián Valdebenito como él mismo, como un hijo, hermano y vecino y no como un preso sin derechos que terminó en una tragedia.

“En los 6 años no falté nunca. Era sagrado ir los miércoles y domingos a la cárcel a visitar a mi hijo. En ese tiempo, aparte de Julián, mi otro hijo también estaba preso; él vio sin poder hacer nada cómo la torre donde estaba su hermano se quemó. Esa madrugada me llamó por teléfono, yo contesto confundida y lo primero que escuché fue: ¡Mamá, mamá, mamá… ven a la cárcel que algo está pasando al lado donde está mi hermano!”

“Entre la desesperación me junté con la mamá de otro niño que estaba preso, tomamos una micro, llegamos alrededor de las 5 de la mañana y ya estaba saliendo humo de la torre”, recuerda con los ojos llenos de lágrimas y la voz quebrantada, mientras mira al cielo para recuperarse.

Con su relato, Manuela Martínez volvió al tiempo y espacio de esa madrugada. En ese pequeño momento hay un breve silencio, lo único que habita en el comedor donde estamos es el vacío y la tristeza. Pero es el mismo recuerdo el que abriga la casa.

 

Ochenta y un fallecidos cobró la catástrofe, si bien se determinó una indemnización para las familias, muchas no han visto un peso al día de hoy.

 

Directo a los desechos

En 2008, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de las personas Privadas de Libertad realizó una visita de trabajo a las cárceles del país, tras lo cual informaron un nivel de hacinamiento pocas veces visto, condiciones de insalubridad extrema y pésimas condiciones de infraestructura, además de nula reinserción social.

¡No tenían agua! –dice Manuela Martínez.

“Mi hijo Julián en las visitas me decía que no había agua. Su hermano, al estar en la torre de los primerizos, le podía dar agua a él. No había redes de agua para todos, los baños eran horribles, la cárcel era una mugre”, describe con una incontenible desazón.

El recinto penal de San Miguel tiene 19 mil metros cuadrados de terreno. De esos, casi 13.500 son ocupados por construcciones. Que abarque tanto significó que en 2010 existió un déficit de un 200% de los catres o parrillas donde dormían los internos. El día del incendio, el Centro de Detención Preventiva de San Miguel albergaba 1.956 prisioneros. Su capacidad era de algo más de 700.

Las claras fallas estatales de controlar el modelo carcelario influyeron directamente en la convivencia de los privados de libertad, sus condiciones y las consecuencias de la vulneración de los derechos humanos. “Producto de la misma sobrepoblación, en la cárcel se generaban peleas,  era tierra de nadie”, acota Manuela Martínez.

Después del incendio la soledad e incertidumbre acompañaba a la madre de Julián Valdevenito y los demás. Sin embargo, meses después se presentó en su vida Jackeline Roumeau, directora de teatro, con la intención de organizar con los familiares de las víctimas una obra de teatro que se llamó Torre 5, con la cual realizaron una gira por Chile para recordar y demostrar lo ocurrido en diciembre de 2010. Para Manuela fue una ayuda que nunca esperó. Para ella y su familia fue un respiro dentro del caos y la tristeza. Para ella y César Pizarro fue el inicio de buscar justicia.

 

“Los gendarmes –prosigue– podrían haber abierto las puertas, pero habían unos que estaban tomando y no era la primera vez que lo hacían. Para ellos era mejor que los presos murieran. Yo en los 6 años que fui vi muchas cosas”. 

 

 

81 razones: la familia para no olvidar

Cesar Pizarro iba constantemente a visitar a su hermano a la cárcel de San Miguel previo al incendio. Fue en esas idas cuando conoció a Manuela Martínez. “Siempre ha sido atento y jugado”, afirma ella. Luego, después de terminar la gira con la obra, ambos se pusieron de acuerdo para crear 81 Razones, una organización que nació para conmemorar y exigir justicia por las víctimas del incendio. Hoy en día siguen el caso judicial del incendio, aprietan a Gendarmería y monitorean las condiciones de los presos de esa cárcel, denunciadas por la misma población penal.

Compuesta por algunos de los familiares de las víctimas, la organización se ha mantenido unida desde entonces. Han pasado casi 13 años y los ocho de cada mes los familiares se unen en un acto conmemorativo afuera de la cárcel. Hace poco fue la conmemoración número 150. Manuela Martínez ha estado permanentemente presente, con un impulso que va desde la memoria al corazón.

“A mi me gusta ir a la cárcel” –menciona con una frágil voz, mientras toma aire para seguir-.

Ella siente que fue la última casa que tuvo su hijo. “Entonces es parte de mí. Ahí lo recuerdo, pese a que es malo lo que vi ahí con el humo, los gritos, el incendio; ese es el lugar donde me siento acompañada con las demás familias que también perdieron a su gente”.

El próximo 8 de diciembre la agrupación se volverá a reunir para seguir adelante, con la idea de que alguna vez se recuerde realmente lo que pasó, todo lo grande que fue y que con el tiempo se borre la idea de porque eran jóvenes de la calle que estaban presos no se recuerda en la memoria como a los demás.

Manuela Martínez está clara en ese sentido: “Pese a que nada me va a devolver a mi hijo, uno pide justicia. Mi hijo cometió un error por la rabia de siempre vivir de allegados y lo pagó caro. Me quitaron a mi hijo y nadie ha pagado nada”.

-¿Ha encontrado justicia a día de hoy?

-No…

Para mí hubiese sido una noticia aliviadora que me hubieran dicho que los culpables van a ser castigados, pero nunca hubo nada. No han dado de baja a los gendarmes. Nos dijeron que sí lo habían hecho, pero recorriendo cárceles vemos que solo los reubican. Ellos siguieron su vida y con lo que a nosotros nos pasó no hemos encontrado nada de justicia –termina–.

 

La justicia que no llega es rabia desolada

Con respecto a que el 19 de noviembre del 2020 el Séptimo Juzgado Civil de Santiago ordenó al Estado una indemnización a las familias afectadas, la ayuda para Manuela y su familia no llegó, ya que es un caso legal todavía activo.

“Han pasado 12 años y tanto y no pasa nada. Yo pienso que muchos deben decir  que les van a pagar si eran presos, hicieron un daño”, pero mucha de la gente que opina no tiene idea lo que es. Y esa visión que venga del Estado, da rabia. Ellos fueron los que mataron a 81 presos, porque si hubiesen abierto la puerta como cuando los castigaban sacándolos a golpes al patio, ¿por qué ese día del incendio no la pudieron abrir?

Los gendarmes –prosigue– podrían haber abierto las puertas, pero habían unos que estaban tomando y no era la primera vez que lo hacían. Para ellos era mejor que los presos murieran. Yo en los 6 años que fui vi muchas cosas.

-¿Qué es lo que se viene para usted?

-Sabe que he sufrido tanto desde que murió mi hijo que ya no espero nada. Hace un año se murió mi esposo; ahora estoy con un tratamiento post cáncer de mama, ya que hizo metástasis. Trato de tener fuerzas ahora que llegó mi nieta –dice mientras la mira–, pero ya por parte del Estado no tengo esperanzas.

Decepción tras decepción, Manuela Martínez parece perder esperanza, mientras aguanta con fuerza. El camino de la tristeza la recorre desde ser allegada a combatir contra el Estado por la muerte de su hijo, parada frente a los prejuicios, levantándose a diario para luchar por su pasado y su presente, que al igual que las calles de su barrio, lo transformaron en algo gris y triste.

 

Javier Troncoso Hernández. Redactor  La Calle.

Edición: Ignacio Paz Palma.

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